
¿Reuniones para qué?
Un buen y viejo amigo de larga data desde 1959, jodedor como casi todos los cubanos, solía de decirme con frecuencia que el mejor momento de las reuniones era la merienda que, según su calidad, luego se podía asegurar si la cita había sido buena, mala o regular.
Y ya en un plano muy serio, por su estrecha cercanía a Fidel Castro en determinado momento del proceso revolucionario, me confesó que el líder no estaba siempre satisfecho con esos cónclaves donde nadie discutía nada ni defendía sus puntos de vista.
No pocas reuniones tienen una dualidad, un cordón umbilical que al mismo tiempo las hace necesarias e innecesarias.
Acabo de fracasar con otro amigo, ducho en la materia leninista, en busca de un texto bien importante de ese pensador, que suscribió con la advertencia de algo similar al que estaba “escrito durante el tiempo perdido en una reunión”, pero no me doy por vencido y continúo en la búsqueda.
Y la pregunta es sólo una: ¿Qué cubano, tenga la edad que tenga, no se ha visto afectado de un servicio o atención cuando a boca de jarro le espantan la advertencia de que quien debe atenderlo está reunido?
No abordemos hoy el famoso cambio de turno. Algo he conocido del mundo exterior. Posiblemente seamos de los primeros en paralizar cualquier actividad por cuenta de tal procedimiento.
Cuba, aunque posee un buen récord en esta disciplina de convocatorias, no ha logrado todavía esa marca impuesta por aquellos valerosos comuneros franceses que, rodeados por las fuerzas enemigas, se empeñaban en discutir con inusitado fervor si los panaderos debían trabajar de noche o de día.
Ojalá una desgracia mayor y colectiva no nos sorprenda en una reunión a la espera de la merienda…