LA HABANA. Entre aquellos perros de raza a la desbandada que el colega polaco Ryszard Kapuscinski describe con excelencia cuando retrata a la Luanda en estampida por la guerra y nuestros perros censados e intocables de la Habana Vieja, hay una semejanza que asombra: la más completa soledad.
Un paseo matinal por el llamado Casco Histórico no deja lugar a dudas. Un solo grupo musical que en plena calle ameniza a los posibles fantasmas que acompañaron en su tiempo al prócer Giuseppe Garibaldi; un trovador que entona una melodía lastimera tal vez para conquistar a una aburrida camarera; transeúntes habituales en sus trajines del día a día, un guía que le explica a un grupo de cubanos algunos pormenores del entorno, sitios cerrados a diestra y siniestra; ni una sombrilla abierta para beberse un simple café, demuestran fehacientemente que en época de alta turística no podemos encontrarnos más bajos.
Esto, precisamente, el día en que un nuevo súper hotel de lujo abre sus puertas en el Malecón capitalino: el Grand Aston La Habana. Otra instalación más en la frenética construcción de instalaciones que ni la pandemia logró detener. Seiscientas habitaciones y el primer Spa Ubud en la isla con “exóticas técnicas de curación” según reza la promoción.
La tapa al pomo ha llegado con la guerra ruso-ucraniana y el cierre de los cielos europeos para Aeroflot. Con ello, cero rusos entrando a la isla justo en el momento que se acercaban al segundo mercado detrás de Canadá.
A fin de cuentas, desierta la parte vieja de la ciudad. Sed de turismo. Peor escenario hay que diseñarlo, encargarlo a China que ya se sabe copian a la perfección.
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