Internet: la gran escaramuza

LA HABANA. Cuando a mitad de los noventa y por primera vez metía mis narices en la web, no tenía ni idea de qué era aquello, para qué servía, ni de cómo ni cuánto habría de cambiar mi vida y la de los demás después que en esta Isla pasáramos por el aro tardío pero inevitable de las tres w.

Al principio de los tiempos, conectarse a la red no era sino pura aventura futurista: más que navegar, uno vagabundeaba por ahí, chapaleteando a la deriva, tropezando, dando palos de ciego por aquí y por allá, perdiéndose las más de las veces en los marasmos virtuales de la más simple, torpe y genuina curiosidad.

En Cuba, la mayoría de la poca gente que recién comenzado el milenio podía acceder a Internet, eran sobre todo científicos, periodistas, intelectuales o artistas con al menos un claro vínculo institucional –vínculo que propiciaba la conexión– y, a la corta o a la larga, esa realidad concreta terminaba mediatizando de arriba abajo sus andanzas digitales.

Así las cosas, ya en las redes sociales, aparte de una que otra foto del cumpleaños de los hijos, de la reunión del sindicato o del paseo de los fines de semana, para entonces no se conseguía mucho más. Y claro, todo aquello se posteaba con dos o tres días de retraso, mucho después de sucedido, sin inmediatez ninguna ni nada que se le pareciera.

Pero de pronto, y por fuera del trabajo, había quien se lograba conectar: quien pagárselo pudiera. Si hoy resulta caro pasearse por las redes, hubo un tiempo en que la hora te costaba por encima de los cuatro dólares y además había que sentarse en el lobby de un hotel, con un café o una cerveza enfrente y tu viejo laptop encima de las piernas. Con todo, las cosas empezaban a moverse, incluso comenzaba a intentarse una blogosfera nacional, aunque en general era como andar a los gritos en medio desierto pues, con aquellos precios, muy pocos eran los que podían escribir y casi nadie te podía leer.

Hasta que ocurrió el milagro: de pronto había internet wifi en el parque de la esquina… seguía siendo caro, pero al menos ya era la mitad de caro, la mitad de incómodo, y uno hasta podía sentarse a la sombra de un flamboyán a conversar con la familia, con el socio o con la amiga, que estaban al otro lado del charco.

Lo de después sí que ya fue más que inimaginable: internet en los teléfonos celulares y, por si fuera poco, conexión hasta de 4G. En Cuba. ¡La locura total, la epifanía, el aquelarre!

Desde entonces nunca más fuimos los mismos. Toda vez que la gente ya podía conectarse a cualquier hora y desde la sala de su casa, o mejor: desde donde se le antojara y por su propia cuenta –sin que el jefe le pudiera mirar por encima de los espejuelos–, comenzó a postear lo primero que se le ocurriera, lo que pensaba, lo que veía y lo que le diera la gana. Sigue siendo caro, pero totalmente distinto.

De ahí en adelante la nueva realidad virtual se ha ido haciendo variopinta: la noticia boba y falaz está que da al pecho, pero también está el debate, la pelea, la pequeña y la gran escaramuza, el dedo en la llaga y a su lado el anular que quiere y no alcanza a tapar el sol. La denuncia oportuna, el “like” merecido, el aplauso. Y también con todo ello la posibilidad del contacto, de la opinión que va y viene, que cruza de una a la otra orilla: el encuentro, el desencuentro, el sorprendernos: el pensarnos. Ver, comparar, contrastar. El upgrade de aquel famoso: “¡le decimos al pueblo: lee!”

Sobre todas las cosas, y poco a poco, comienza a crecer la conciencia de que ahí está internet, que sirve para casi todo, cuando se aprende a usarlo. Las dificultades de este ya muy duro año, todas han sido retratadas en las redes, y más: han surgido grupos para esto, para aquello y para lo otro, y de uno a otro salta y corre rápido la voz que anuncia dónde está lo que hace falta, dónde apareció lo que estaba perdido, dónde hay lo que no hay en ningún lado.

Cuando alguien, el que sea, comete un disparate, casi enseguida todo el mundo puede enterarse. Porque ahora, como nunca antes, siempre hay un ojo –y primero: un móvil–, que te ve.

Eso de lo que tanto se hablaba, está pasando: la gente de esta Isla, con Internet, se ha ido de veras empoderando. No es todavía el paraíso, pero ya es algo.

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