Temporada de pan en La Habana

LA HABANA. Creí que eran rumores, el parloteo de toda la vida. Pero en efecto, la escasez de harina se iba haciendo notar. Hasta que ayer escuché a una mujer vociferar: “Juana, se acabó el mundo. No hay pan”. La escuché y me dije: “esto es serio”.

El desabastecimiento carece de factor sorpresa. La sorpresa está en qué será lo próximo: fósforos, huevos, frazadas, chocolatín… Funciona por temporadas. Hemos aprendido a arreglárnosla sin cebolla o puré de tomate, sabemos vivir sin papel sanitario —bien que sabemos—, incluso ya aceptamos el ascenso de la papa a producto de lujo.

Sin embargo, como diría ese gran filósofo de la música cubana, una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa. La falta de pan clasifica en este segundo grupo.

El fenómeno provoca que mi amigo el diseñador encuentre analogías. “El pan es como los colores primarios: a lo mejor no hay verde, pero tienes que tener azul y amarillo”.

“Piensa en la historia de la humanidad —alego, preocupada—: se descubrió el fuego, los metales, inventaron la rueda, y después el pan”. Primero fue la carne cocinada, me corrige alguien. Cierto, aunque no ayuda.

El pan es tan básico que no admite sinónimos.

En el recorrido de Playa a La Habana Vieja, ida y vuelta, vi las colas en las panaderías. Esa idea de “naaa, la gente siempre exagera”, quedaba anulada. Me visitaron imágenes terroríficas: familiares y amigos bajándose del avión con enormes bolsas de pan, correcorre por los pasillos de los ministerios, búsqueda y captura de los culpables.

Imaginé los titulares, esos medios que llaman enemigos, cebándose en la noticia de que no hay pan en Cuba. Así, tan simple que cabe en tres palabras: no hay pan. Y claro, como otras veces, los panes de Cuba, o su ausencia, serán más relevantes que el tiroteo en Francia o cualquier tweet de Trump.

Pero alto ahí. El pan subsidiado, el de la bodega, dicen, no va a faltar. Si se viene a ver, roza con la épica el hecho de que un país tercermundista, que no produce un grano de trigo, fabrique más de once millones de panes diarios para venderlos a cinco centavos (precio tan ridículo que su equivalente en dólares casi ni existe). Salvo por el detalle de que una pila de gente entre esos once millones, no come pan, o está a dieta, o prefiere —y puede— comprarse uno más caro y mejor.

De hecho, según la ONEI en 2016 se importaron 814 mil 746 toneladas de trigo*, equivalentes a 214 mil 420 pesos (pesos sin apellidos, como suele declarar la ONEI). Esta constituye una de las mayores partidas dentro de las compras de alimentos, junto con el maíz, los lácteos, el arroz y la carne.

Los números vienen a cuento porque detrás de este desamparo de panificación residen errores de cálculo. O sea, tiene que haber una manera de avistar el problema antes de tenerlo encima, delante, adentro.

Hace unos meses, en el programa Mesa Redonda, autoridades del Ministerio de la Industria Alimentaria explicaban la “afectación” con respecto a la producción de harina, principalmente en las provincias orientales. Este 10 de diciembre, en el mismo espacio televisivo, la ministra Iris Quiñones Rojas afirmó que la situación ahora resulta más tensa porque abarca todo el país.

Entre otras cuestiones “objetivas y subjetivas”, hubo un atraso importante en la entrada de las piezas de repuesto de los molinos. Por eso, a principios de año se utilizaron “recursos financieros que no estaban previstos en el plan para importar 30 mil toneladas de harina”, que fue el estimado inicial. Sin embargo, el faltante supera las 70 mil toneladas.

No obstante, aseguró la ministra, con la reciente llegada de insumos y la puesta en marcha de dos líneas de producción, se irán restableciendo las condiciones en los próximos días.

Vuelvo a pensar en las metáforas, el simbolismo universal. Los romanos patentaron la fórmula: al pueblo, pan y circo. Luego los cristianos pidieron a su dios “el pan nuestro de cada día”. Luchar por el sustento equivale a “buscarse el pan”. Si alguien es extraordinariamente bueno, es “un pedazo de pan”.

Me pregunto qué dirá Pánfilo, si desaparecería un personaje nacido justo del tema que nos ocupa. Qué será si pasamos directo a la segunda mitad de aquel refrán que dice: “Come pan…”.

Ayer en la noche, tras extenso peregrinar, lo logré. No pude evitar la exclamación: “¡mira, hay pan!”. Incluso me puse contenta. Hasta que me di cuenta que era una emoción espuria, resultado de una baja brusca en mis expectativas. Uno debe aspirar a algo más que conseguir pan.

El paquete de 10 por un CUC ahora traía ocho. Por supuesto, el mercado negro y la inflación se activan solitos, ipso facto. Vivir para ver.

Mi amigo el diseñador, un tipo chistoso, explica que la harina estaba guardada en los maleteros de los almendrones que ahora tampoco aparecen. Todos nos reímos —virtud bendita—. Sin que se me apague esa instantánea alegría, me acuerdo de aquel Profesor Espinosa, en Palmas y Cañas: “no se rían, que esto es serio”.

(*) Sumatoria de la cantidad de harina y trigo sin moler.

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