
La mujer de tu vida
LA HABANA. Me gusta que haya sido Eva quien despabilara a Adán, y, a pesar de que padezco unos muy tormentosos dolores pre-menstruales, asumo la sanción como otra de esas sañas de quien se frustra —perdona, Dios— ante la luz ajena.
¿De una costilla?, no importa de dónde nos hubieran sacado si desde el Génesis ya se nos otorgaba el rol de fundar, dejar caer la idea del “Hay algo más”, e hicimos —buenas aprovechando ese machista y doble “Detrás de todo gran hombre hay siempre una gran mujer”— que comenzara el mundo.
Sin embargo el matriarcado duró lo que hizo falta para que el hombre comenzara a enseñorearse, y el esfuerzo social por “civilizar” a la mujer y constreñirla a rígidos papeles nos puso saya larga. Luego Simone de Beauvoir, el movimiento feminista, los derechos de la mujer, el voto, y el “e-te-cé” de la nueva modernidad le dieron permiso a la minifalda con tacón y pelo suelto, es cierto, pero la mujer sigue siendo ninguneada, acosada, atacada, vejada, violada y hasta asesinada a un antojo evidente, y no solo en canales de noticias.
A mí me duele la vecina, la compañera de trabajo, la amiga, yo misma a veces, mi madre y toda la tropa de cromosomas XX de mi alrededor. Las mujeres ya no nos acordamos de nuestra naturaleza, y luchamos, coleccionamos logros y seguimos dando la teta izquierda a uno mientras limpiamos los mocos con la mano derecha al mayorcito o terminamos la comida o le echamos un vistazo al último texto por corregir.
Pero yo vi a Clara Velázquez perder peso y aceitunar el color de su rostro cuando Julio Martínez le era infiel con una alumna más joven que la propia hija en común, y me contaron haber visto a una madre recoger los trozos de platos que la ira le hizo lanzarle a un padre, y alguna vez haberla tenido que acompañar —nadie iba a cuidarle a la niña para caerle atrás al marido— a las más recónditas direcciones en busca de ese papá, que volvía luego, sin reconocer en sus trances de rey de la manada, un acto de violencia descomunal.
Larga es la cola en la consulta de dermatología del Hospital Fajardo donde te ponen ácido hialurónico en el rostro para eliminar marcas y manchas, y duele, y quema, y piensa una “Esto es como vivir en esos países orientales donde le echan ácido en la cara a las adúlteras”, pero sigue una yendo porque no debe una dejarse caer.
Algunas hemos querido estar bellas a la usanza y otras han tenido que reponerse los dientes que el hermano les rompió porque no estuvieron de acuerdo en eso de “quién se queda con la casa de mima” o ese marido que mañana hasta la acompaña al médico pasada la ira del “Aguanta callá”. Y también las he escuchado preferir estar en casa alistando el pan y la vida porque para eso es para lo que estamos las mujeres, ¿incluso, las herederas de este siglo XXI?
La mayoría somos ya independientes, profesionales. Algunas hasta manejan artefactos impensables para alguien con un útero por cuidar. Otras se enamoran entre ellas y elevan esa hermandad de cómplices al acto superior de prescindir de un hombre para procrear. Están las fuertes y seguras que se han sobrepuesto a cualquier entresijo, las que pertenecen a Logias masónicas, de las cuales en Cuba ya hay dos; las emprendedoras y activistas, las que han vivido dobles o triples jornadas de trabajo sin saber “¿qué es este malestar y esta pesantez?, creo que estoy estresada”.
Pero todavía no recordamos nuestra primigenia conexión con lo fundacional, el potro desbocado de nuestra naturaleza adelantada y precursora, el sentido especial de la intuición, el sabernos hermosas sin la necesidad de maquillaje u otros artilugios dolorosos, sin la estricta posesión de un cuerpo modelado por las nuevas tendencias hollywoodenses, europeas, globalizadoras. Y nos desgastamos haciéndole el juego a una competencia a la que no hace falta sucumbir, porque todas y cada una de nosotras somos la mecha que encendió, enciende o habrá de encender el fuego, y ¿no lo recordamos?
Aceptamos la suerte de vivir en un país que ya ha hecho bastante por empoderar a la mujer, aunque “bastante” nunca sea suficiente. Las autoridades, las leyes que no se han escrito todavía y dan pie a la fábula social de que quien mata a una vaca es condenado por más tiempo que quien mata a una mujer, tienen gran cuota de responsabilidad en la desidia que respecto a la toma de partido en estas lides se sigue respirando en nuestra sociedad.
No es bastante que hasta se saquen estadísticas de empleo para tener representatividad de grupos raciales y géneros, incluidos los nuevos géneros, en todos los centros de trabajo. No alcanza con que hagamos más de lo que se hace en otros sitios cuando no se trabaja desde la mentalidad, cuando hay mujeres que no saben que están siendo violentadas porque su entorno y su soledad no les han permitido darse cuenta, cuando se sigue pensando que la mujer puede todo y además ser la responsable de poblar y frenar el envejecimiento de un país que no le otorga la tranquilidad de determinadas necesidades cubiertas, o peor, cuando a la que sí está dispuesta a dar su vientre se le niega la posibilidad de una reproducción asistida porque no tiene marido.
Entonces acudo a la individualidad. Mientras los otros se enteran y comienzan a ocuparse apelo al reconocimiento de nuestro valor como el único acto que nos devolverá la rienda en mano. Recobrar ese instinto de desprejuicio, mirarnos hacia adentro, volver a tocar aquello de lo que estamos hechas, recordarnos entes proactivos, conectarnos con esa capacidad creadora que nos permite otorgarle a cada rubro su orden y cubrir todos los frentes, irá haciendo el trabajo.
Reconectar con lo más ígneo de nosotras es saber elegir a las personas de las que nos haremos acompañar, aquellas a las que beneficiaremos con nuestra luz, y los espacios en los que queremos ser TODA esa que somos. Hay que recordarse grandes, y así lo hizo Clara Velázquez, se enfocó en su Maestría y recobró el color, y sí, Julio Martínez recurvó, azorado con la capacidad regeneradora y resiliente de una mujer que encontró en su profesión un modo de rencontrar su valor. Así lo hizo esa madre, se divorció de aquel padre —acto de sublime coraje para una mujer de escaso salario y con hija adolescente en los años 90— y se pintó el pelo por primera vez, y una tarde en que cambió el camino de regreso conoció a otra persona, y empezó su propio negocio en la casa, y es ella quien lleva el grueso de la economía del hogar que fundaron.
Pero no todas han encontrado el camino, y aunque muchas sí están contentas con las libras de más o los pechos pequeños, y se hagan la manicura por el placer de innovar en combinaciones extraordinarias aunque el hombre de nuestra vida ni se entere, o aunque se les caiga pronto el esmalte porque el detergente hace esas cosas o porque debieron engrasar los pedales de la bicicleta o desmontar el motor del carro… hay que tener más claro que ser mujer NO debería ser una construcción social, y que hay tantos modos de serlo como individualidades existen, y que hasta que una mujer no toma conciencia de su poder no se transforman las relaciones desiguales entre los géneros y, por lo tanto, esta convención que nos ata al espejo, al labial, al amantísima esposa y mejor madre, a las curvas, y mucho peor: a la fragilidad.
Debemos convertirnos en las mujeres de nuestras vidas, amarnos como supo Eva amarse incluso en su desobediencia a Dios: “¡Qué buena estoy, qué rica estoy, cómo me quiero, sin mí me muero!”, habrá que repetir, como lo hacía Orisvel en la universidad, frente a las más arreciantes adversidades.
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