
Sacrificios humanos
Al igual que el asesinato común, el sacrificio prevé no solo un arma y un cuerpo, cuerpo del delito, sino también un motivo. Quien no tiene y mata para obtener o para propiciar una adquisición podría aspirar a una motivación lógica, si bien ilegítima. Mas quien ya tiene, y mucho, sacrificando a sus semejantes para alcanzar más, se aleja del área de la razón conocida. Su motivación es, ni más ni menos, oscura, probablemente hasta para sí mismo.
De nada vale señalar un “ansia de poder hegemónico” cuando la hegemonía es tan abrumadora como para permitir al agente optar entre la gracia y la crueldad; esta forma de la locura que algunos llaman “alta política”, que de elevada tiene solo el hecho de ser ejecutada de arriba hacia abajo, está basada inevitablemente en los sacrificios humanos.
Decía Bertrand Russell que tres cosas sucedieron al nacimiento de la propiedad privada: la sujeción de las mujeres, la imposición de la voluntad colectiva en el individuo y la creciente capacidad de este para sacrificar su presente al futuro. Quién sabe si este, el más oneroso de los sacrificios, sea la base que sustenta todos los demás.
Aquellos que lamentamos (pues mucho más no podemos hacer) la aniquilación sistemática de otros seres vivos, con frecuencia pasamos por ser soñadores de inclinaciones “románticas” e “idealistas”, personas cuya inmadurez respecto a la necesaria crudeza de la “vida real”, nos impele a participar en ella de forma débil y poco práctica. Al no comprender los precios y costos del desarrollo llegamos a parecer también subdesarrollados mentales. Criaturas anticuadas y proclives al sentimentalismo.
Cuando se trata de los sacrificios humanos, tras inquirir por lo que tienen de práctico, hay que señalar además que es un acto revelador de ese tipo de fragilidad caracterológica que necesita disfrazarse de pragmatismo para poder asumir el peso moral de los llamados daños colaterales.
No queda, a estas alturas, más que preguntarse si lo colateral no será el centro mismo de la actividad destructora, si matar por el solo hecho de hacerlo no será el verdadero objetivo. A menos que creamos que las hecatombes y holocaustos de la modernidad quieren propiciar, al modo arcaico, la intervención de entidades superiores. ¿Cuáles?
En su clásico Pensamiento y religión en el México antiguo, Laurette Séjourné se permite cuestionar la naturaleza religiosa de las prácticas sacrificiales aztecas, destinadas a preservar la energía solar encarnada por Huitzilopochtli, deidad guerrera y, en tanto tal, dadora de la vida a través de la muerte pero, sobre todo, de una vida para la muerte. “Pero si nos negamos a considerar como naturales”, dice la Séjourné, “costumbres que, cualesquiera que sean el lugar y el momento, no pueden ser más que monstruosas, discerniremos pronto que se trata en realidad de un estado totalitario cuya existencia estaba basada en el desprecio total de la persona humana”.
Tal es la condición actual de la civilización antropocéntrica que entroniza al hombre para poderlo sacrificar más fácilmente. ¿Cómo es que quien a posteriori se muestre consternado por las masacres aztecas (calculadas en 20 000 individuos anuales) sacará cuentas de lo que ocurre en el México de hoy? ¿A quién se ofrendan estas víctimas?
Si tenemos a veces la sensación de vivir en el pasado es porque el presente se ha hecho, como Kafka advertía, perpetuo Juicio Final. Por cierto, los minutos finales de Monsieur Verdoux nos muestran a Chaplin sometido a juicio por asesinato; en su alegato que no sirve para salvarlo de la guillotina, deduce que si quien mata a cinco o seis es un criminal y quien mata a cinco mil es un héroe se debe a que en nuestra época “la cantidad ennoblece”.
Sin dudas que, en su paroxismo, el tema y lema de que la cantidad ennoblece es elemento constitutivo de nuestra actuación a nivel planetario. Planetario por ahora, pues ya se planea transportarla a otros puntos del sistema solar. Cierto es que en Marte, o en la Luna, no parece haber nada ni nadie a quien aniquilar, pero podemos exportar nuestras propias víctimas. Mientras que el Producto Interno Bruto de la Tierra siga aumentando, no hay motivo de angustia: la mortífera brutalidad del progreso superará toda expectativa, incluso las más optimistas.
Entonces, volviendo al tema de las ofrendas humanas, de los cientos de mujeres asesinadas cada año en América Central, las decenas de niños acribillados en el Medio Oriente, los millares de suicidas y todo tipo de kamikazes y duelistas que se inmolan cada día ante los desvencijados altares de la política, la religión o el honor, volvemos a preguntar cuán sobrehumanas son ahora las entidades que reclaman tamaño concurso de sangre, semejante gasto de vida.
¿Son ultraterrenas como Huitzilopochtli, ponen a prueba nuestra lealtad instándonos a matar desde una nube o una zarza ardiendo, o nos hablan llanamente como aquel general Sheridan quien, en 1868, propusiera el aforismo “el único indio bueno es un indio muerto”? Ese mismo año, Thomas Alva Edison patentó su primera invención: era un aparato eléctrico para contar votos. Dos años después, John D. Rockefeller, bautista devoto y mecenas de la cultura mundial, fundaba la Standard Oil.
Y todavía hay quienes desean saber si detrás de esos panteones que son los consorcios gubernativo-empresariales, se ocultan entes aún más formidables y de perspicacia casi infinita. En ese tema me declaro agnóstico, quiere decir que me conformo con saber menos aun de lo que ya se sabe.
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