
Ser honrado es un problema estético
SANTIAGO DE CUBA. En un punto en la autopista entre La Habana y Camagüey nos detienen tres uniformados. Uno es policía, los otros dos, Inspectores Azules, así llamados por el color de los uniformes que usan los inspectores del ministerio de Transporte. Se nos acerca el inspector flaco. Lleva el uniforme ceñido al cuerpo, como si lo diera a una costurera. Habla con un ligero ceceo, y algo en él recuerda a un cantante urbano, a un comprador de plancha’os, a un fanático del Yonqui.
Pide documentos. Me hundo en el asiento trasero y apago el móvil para que no emita luz. Hora: entre las nueve de la mañana y las doce del día. El cielo está azul.
El flaco revisa varios carnets y licencias y los va devolviendo al chofer. Luego mira hacia adentro, hacia la loma de cajas de cartón que llega al techo en el asiento trasero. Levanta la cabeza y, como si por él hablara el universo, dice que este es un taxi, y que un taxi es un vehículo autorizado solamente para trasportar personas, y que eso que llevamos es carga. Ni él ni su colega ni el policía se interesan por saber qué demonios llevamos en estas cajas.
Chequeo la nuca del taxista, ni siquiera se pone tenso. El flaco le señala el pulóver y le dice que dónde está su camisa: la arrogancia del poder, la arrogancia de un hombre preñado de una superioridad decretada. El flaco deja pasar tres o cuatro segundos, -una pausa de efecto-, y desgrana su veredicto: “Le vamos a poner una multa de 500 pesos, le vamos a retirar la documentación, le vamos a preparar un modelo con el que va a poder terminar el viaje y su jefe va a tener que venir a la Habana a responder por el carro”.
El taxista no se inmuta, lleva unas gafas negras, tan oscuras que no dejan ver lo que piensa. Una raya afeitada a la moda le cruza la cabeza simulando un peinado al costado. Tiene unos 40 años, es de baja estatura y gambado, con ropa ajustada y zapatillas Nike aerodinámicas, como el mismo taxi. En Jatibonico llamó a una muchacha de unos 18 años, le pidió su teléfono sin levantarse las gafas, y la muchacha se lo dio. Tiene un hijo pequeño y dos mujeres, la de su casa y la de la calle. Al salir de la Habana dijo que no bajáramos los cristales porque la policía comienza a joder cuando ve carga. Y tenía razón.
El flaco se arrima a hacer sus papeles al borde de la autopista. El policía y el otro inspector detienen una camioneta de transportar personas y se alejan hacia ella. El policía también lleva la camisa ajustada y la visera de la gorra aplanada, como un reguetonero. El inspector que lo acompaña usa un guillo de plata. Los tres hacen recordar aquel párrafo inolvidable de Dashiell Hammett en Cosecha roja: “El primer guardia que vi llevaba varios días sin afeitarse. El segundo había perdido dos botones de su poco limpio uniforme. El tercero ordenaba el tráfico en el cruce más importante de la ciudad, el de Broadway y Union Street, con un cigarrillo en la boca. En ese momento dejé de preocuparme por ellos”.
Hammett y mi capitán en la escuela de cadetes tenían razón. Algo va mal cuando se trasforman los uniformes. Algo pasa en el orden del universo si un jabón o un tubo de pasta de dientes están fuera de simetría en la taquilla del soldado, si su estética inmediata se abarata, si una pieza comienza a vibrar por su cuenta y en otra dirección.
El chofer del taxi sube el cristal de la puerta buscando intimidad. Agarra su Galaxy mediano y llama a su jefe. Le explica que le acaban de quitar los papeles. El jefe es breve: le dice que procure recuperarlos. El taxista cuelga, baja el cristal de la puerta. El flaco se acerca. Le entrega la licencia temporal y le recalca que ellos se quedan con el resto de la documentación.
El taxista, -sin bajarse, sin abrir siquiera la puerta-, le pregunta qué se puede hacer. El flaco le dice que no se puede hacer nada y hace un silencio. El taxista le vuelve a preguntar lo mismo, por momentos parece un gato que juega con su rata. Entonces el flaco hace por ganar sus privilegios de gato y no de rata, y pregunta por qué se ha quedado en el taxi, por qué no se bajado a negociar con él.
El taxista no responde y le dice que le deje la multa pero que no le quite los papeles. Entonces el flaco suelta lo que quiere de una vez: “¿qué tu propones?”. Hay que admitir que este flaco no habita en el parnaso de su compatriota el taxista, que, sin bajarse del auto, agarra su cartera y saca un billete de diez CUC, lo dobla en cuatro, y se lo entrega al otro tripulante que va en el taxi –me mantengo callado, es probable, supongo, que no me haya visto a través del cristal.
El tripulante se baja, da la vuelta por detrás, y regresa un minuto después. Las cajas no me dejan ver cómo sucede, cómo recoge el billete, pero de principio no hay ninguna elegancia en este gesto de doblarlo en cuatro. No hay hidalguía.
Durante mis estancias en listas de espera de La Coubre y Villanueva, lugares donde parquean los taxistas que viajan al interior del país, he visto la misma ceremonia, un sujeto se acerca a otro, ambos miran al techo, intercambian dos o tres palabras, y justo como hacíamos en la escuela primaria con los chivos en los exámenes uno le pasa un pequeño papel doblado en cuatro al otro. No creo que haya un modo de caer de pie. No hay manera de mantener la clase o la dignidad ante un soborno. Sea cual sea el móvil que empuja a un hombre a cometer un delito, pensemos en Ladrones de bicicleta, pensemos en los fraudes escolares, el ladrón, el que lo perpetra, sucumbe.
Sabemos por oídas que una parte importante de los funcionarios o empleados públicos son corruptos, tanto como que muchos de nosotros somos o hemos sido precisamente funcionarios y empleados públicos no precisamente intachables -a un periodista también se le soborna, y no precisamente con un billete doblado en cuatro, o una jaba de viandas. Supimos que este sujeto detuvo el taxi solo para sacarle dinero al chofer, y que algo que flota en el aire, algo que todos sentimos, un cadena de hechos que todos conocemos, nos llevó a comprenderlo, aunque no a compartir del todo su caída, su fracaso estético.
Ser honrados es una cuestión estética. Si la elegancia o la hermosura fueran generalizadas, fáciles, entonces de nada valdría perseguirlas. A uno le cuesta ser hermoso. Uno deambula diariamente entre la hermosura y la mediocridad, a veces logra discernir, otras veces no, otras, trata de llevar un balance.
Lo siguiente que sucedió: el taxista abre la puerta, pone el pie en la tierra y le da la mano al flaco. No debió hacerlo, digo yo, debió seguir siendo gato a todas, pero no soy taxista, no tengo que buscármela en la carretera. Más adelante almorzamos en una de esos paladares para viajeros. El compañero que me dio el aventón pidió chuletas de jamón para él y para mí; el taxista, fricasé de ovejo. Examiné mi chuleta, se veía tóxica, envenenada de grasa y sales, levanté la vista hacia el ovejo: parecía dieta de cura.
Un rato después me acerqué a la ventanilla: estaba empapelada en negro, era imposible ver hacia adentro. El flaco no me vio, no supo que dentro iba un tercer hombre, una especie –digamos- de crítico de arte capaz de sentirse fuera y emitir juicios de belleza.
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