
En Miami, ¿todos somos balseros?
MIAMI – Tenía nueve años cuando vi a los balseros. Salieron por una de las callejuelas turbias que descienden hacia el Prado, muy cerca de La Punta, en La Habana. Cargaban unos tanques de aluminio cubiertos por un hule azul trenzado sobre gomas de carros antiguos. Hablaban alto, como en una fiesta, y les seguían señoras llorosas y hombres marcando a pasos de conga sus comentarios de aliento.
Los miré desde el banco donde mi abuela decidió resguardarnos del suceso. Era 1994, agosto, y yo tenía la edad suficiente para reconocer en sus ojos la clemencia. La gente andaba como loca porque habían “abierto el mar” y el Malecón de entonces era un lugar empañado por las despedidas, pero aquella que yo vi fue más bien breve. Los muchachos se lanzaron al agua después de los abrazos y remaron hasta perderse detrás del Morro. El séquito quedó diluido en unos minutos y nosotras caminamos rumbo al semáforo donde pediríamos botella. En el parque, los policías seguían apostados con las manos en cruz sobre la espalda, quien sabe si esperando la comitiva siguiente. Yo mantuve un silencio intranquilo que duró mucho tiempo. Mi experiencia de entonces no alcanzaba a comprender las razones para un acto tan dramático. Han pasado dos décadas y todavía no sé si las entiendo.
Con los 36 mil intrépidos que salieron al mar ese verano en Cuba no tuve otro contacto. La imagen del balsero fue perdiendo protagonismo ante las periódicas conversaciones migratorias y el auge de las travesías terrestres. Pero, en Miami, la palabra se me ha vuelto común otra vez. Y no solo porque los medios comenten sobre 4 mil cubanos intentando arribar en flotas artesanales a costas de la Florida entre octubre de 2014 y julio de este año. Es tímida la cifra si se le compara con los 31 mil 314 que pasaron en ese mismo intervalo por México, Canadá o el puerto y aeropuerto miamense.
“Balsero”, en la ciudad quimérica de la emigración cubana, funciona como una etiqueta que signa a los recién llegados después de los noventa. No importa si el camino implique cruzar la frontera, pisar la arena de una playa, entregar el pasaporte a los servicios de inmigración aeroportuaria o prorrogar una visa más allá del tiempo supuesto. En Miami, los cubanos de este tiempo son todos balseros como otros fueron antes Marielitos y Peterpanes.
Para la comunidad emigrada de los últimos años, la balsa hiperboliza el salvajismo, la falta de refinamiento. Es, tal vez, un símbolo de la precariedad y tozudez que hizo cambiar los matices de esta diáspora desde el ´94, con la entrada masiva de una generación sin tantos rencores hacia el pasado y más ganas de compartir con los suyos en la Isla el puerquito de diciembre.
De los “balseritos” se habla con choteo y con rabia, en tono resentido. A fin de cuentas, casi todo el cubano que pisa esta orilla sintió una vez impotencia por no saber lidiar con protocolos que imponen hablar más bajito, llamar antes de las visitas, cohibir en público las pasiones de un beso. Se es balsero, en principio, como augurio de posibles tropiezos, de la inadaptación y el gesto deslumbrado ante la abundancia. Se es balsero porque cuesta dominar la tecnología de una urbe ubicada en el primer mundo, demasiado ancha, ordenada, simétrica.
Con suerte, el balsero resiste los tropiezos iniciales porque sabe que no serán eternos ni peores a los experimentados en Cuba o en su trayecto hacia Estados Unidos de América. En su boca, las cuatro palabras que nombran el país de adopción resuenan sílaba a sílaba, como si espaciarlas estridentemente fuese el retrato mismo de la grandeza. De ese modo altanero lo repitió varias veces el amigo de éxito la noche en que intentó adoctrinarle para su nueva vida entre ron Bacardí y buenos consejos: “Estás en los Es-ta-dos-U-ni-dos-de-A-mé-ri-ca”.
Si algo nunca le falta al “balserito” es el ademán misericordioso de algún compatriota que busca corregir su desenfreno rampante con una serie de instrucciones válidas o perfectamente prescindibles, dependiendo del contexto. La experiencia indica como un paso atinado seguirlas al pie de la letra, hasta que, poco a poco, la persona pueda “bajarse de la balsa” y escribir su propio manual. Este proceso durará entre uno o dos años, según los entendidos, y depende sobre todo del apoyo que encuentre el emigrado para hacerse de un trabajo oneroso, rumiar el inglés e ir dejando los rasgos “grotescos” que aprendió en su barrio de infancia. Mejor será aún si consigue integrar prácticas de la nueva sociedad, entre las que cabe manejar tarjetas de crédito, enviar postales por Halloween, comprar ropa cada temporada o montarse en un crucero.
Y yo, que desando Miami hace apenas dos meses con el mismo rostro desconcertado, ¿seré también una balsera? Lo pregunto con sonrojo, tímidamente, no porque rehúya a la balsa como estereotipo triste de una nación vulgar. Yo pude llegar en avión, por cuarta vez, cómodamente. Vivo aquí como pudiera decir que vivo en Buenos Aires, Monterrey o La Habana, por las ganas de respirar desde otra latitud y porque hay gente que quiero. No me deshidrató el sol, ni el hambre me partió en dos el cuerpo. Desconozco el saludo de la muerte nocturna y no vi sumergirse en el agua a una amiga. Le tengo pánico al mar, rehúyo de las despedidas radicales, nunca habría podido subirme a una balsa; pero tampoco tuve que hacerlo. Alguien me brindó para siempre el sofá de su casa, que aquí sirve lo mismo que decir “te lo doy todo”. No traje la pobreza sobre mis hombros y siento pudor por ese privilegio.
Balsero es un término que me escuece el paladar por lo solemne y porque implica la entrega absoluta ante un sueño. La balsa trae consigo al emigrante y su certeza: “una vida mejor” puede estar en el horizonte ignoto y salir a buscarla merece tal vez jugárselo todo. Incluso la vida, y empezar de cero.
(*) Helen Hernández Hormilla es periodista cubana. Reside en Miami.
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