México D.F.: Los muertos y los vivos

I. Los muertos

Yo vine aquí, como todos, en busca de una mujer y en busca de unos cuantos muertos ilustres. La mujer me esperó en el aeropuerto y después nos encontramos incesantemente en cada encrucijada de la ciudad. Los muertos venían conmigo, pero de cualquier modo yo fui a importunarlos al bosque de Chapultepec y a la Casa del Lago (donde un Juan José Arreola de bronce daba de comer a las aves o, tal vez, viceversa), y también al Café La Habana, donde se sentaron en su día, para saciar el hambre y la sed, el joven Fidel Castro y el Che Guevara, y donde se sentaron, para cobijarse de sí mismos, Roberto Bolaño y los infrarrealistas.

Todo lo que cuento y todo lo vivido en México DF ocurre un mismo día.

La mañana de este jueves la pasé fotografiando patos en el lago de Chapultepec, unos totíes sobre el césped, y la aérea flexibilidad de las ardillas. Cruzamos, la mujer y yo, un indeciso mediodía, invernal y turbio, pero no estábamos en una novela de Kafka. Así que fui yo quien decidió no ir y rendirnos ante el siniestro heroísmo de unos niños muertos.

Fuimos a almorzar al Café La Habana, en una esquina de la calle Bucarelli, a unos pasos de los diarios Excelsior y El Universal, que sin duda relatarían a la mañana siguiente un jueves distinto a este.

Desde lejos, uno cree con frecuencia que todo en México remite al culto de los muertos, y que la relación entre la gente y los difuntos se establece, invariablemente, con la mayor naturalidad y sin llegar a los extremos de sentimentalismo que suelen atacar a la mayoría del género humano. Uno supone que en alguna parte del inconsciente colectivo mexicano persiste la creencia de que la muerte es solo un trámite en el gran ciclo de energía que mueve al mundo. Y por ese camino uno llega a pensar que hay razón suficiente para tanta violencia en la historia y en el presente de este país. Algo de todo eso hay.

Pero, ¿qué densidad de muertes (asesinatos o desapariciones por día, o por sexenio de gobierno) están dispuestos a asimilar los mexicanos de hoy?; ¿existe algún límite para las exigencias energéticas de los nuevos dioses?; ¿cuál sería la cuota necesaria para que estos hombres conecten por fin con los estándares del horror humano y se animen a decir basta y se lancen al ruedo de la historia, aunque esto cueste una vez más muchas vidas, para cortar de una vez la espiral de violencia y su combustible de injusticia social?

¿Tienen algún sentido estas preguntas? ¿No es esto más o menos como preguntarle a los mexicanos de dónde vienen y hacia dónde van? ¿No será esto solo un ejercicio de retórica?

Algunas fuentes en México hablan actualmente de unos 120 o 130 mil muertos y tal vez 30 mil desaparecidos durante los últimos años como consecuencia, fundamentalmente, de la violencia asociada al narcotráfico y las bandas criminales y de la represión ejercida por un Estado que muchos consideran fallido.

Tras semejante inventario puede que en México se haya desbordado al fin la copa con la desaparición en septiembre pasado de 43 normalistas de Ayotzinapa, en Iguala, Guerrero. 43 gotas. Las pruebas apuntan hacia las fuerzas del orden y miles de voces –en las calles y en las redes sociales- exigen justicia para lo que consideran un crimen de Estado, más allá de la supuesta participación del grupo delictivo Guerreros Unidos.

separadorViajando en dirección al sur, siguiendo el perímetro universitario, un par de improvisados clowns abordan el ómnibus y montan un breve número que no parece agradar a nadie. La gente se desprende de algunas monedas a regañadientes y ellos se despiden: “Muchas gracias, amigos, y no olviden apoyar las reformas estructurales del gobierno (como la energética), pues transformarán a México en un país con muchos más payasitos y malabaristas de semáforo…”.

Entre la maleza de signos de la Zona Rosa yo alcanzo a ver de todas maneras una sentencia de muerte: “Muerte al gobierno”. Recostados en ese mismo muro dos muchachos se besan.

Una nación cartesiana e infernal se revela sobre una plancha metálica en una colonia popular: “Pienso luego me desaparecen”.

Este jueves es 20 de noviembre y es el día de la Revolución Mexicana. Una megamarcha hasta el Zócalo partirá desde tres puntos simbólicos de la ciudad después de la sagrada hora del almuerzo, sobre las 4:00 pm. El objetivo inmediato es protestar por la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa. Los quieren vivos.

Durante nuestro almuerzo la mujer y yo evitamos hablar de los 43 estudiantes porque ya este jueves media ciudad habla sin parar del asunto, mientras el resto lo olvida criminalmente. Ambas militancias nos parecen demasiado ajenas a esta hora en que, sobre todas las cosas, devoramos los rincones del Café La Habana con la esperanza de atisbar alguna sombra. En cierto momento le digo a ella que después de todo esos muertos ilustres que andamos persiguiendo, el joven Fidel Castro, el Che, Paz, Bolaño…, pasaron por aquí solo para comer algo, acaso para beber un tequila o un jugo, tal como hacemos nosotros ahora, pero que en definitiva esta esquina de Bucarelli no es un sitio decisivo y que debemos pagar la cuenta e irnos.

II. Los vivos

Marcos tiene unos sesenta años y me habla como le habla a todos. Habla bajo pero sin parar, tenuemente entusiasmado en medio de su discurso sin inflexiones, de baja intensidad, que parece dirigido a nadie más que a sí mismo, o a Dios.

Caminamos por el Paseo de la Reforma para buscar luego el Monumento de la Revolución, uno de los sitios de concentración para la marcha por los 43 de Ayotzinapa. La Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco y el Ángel de la Independencia son los otros puntos de partida.

Este jueves es el día más frío de noviembre en el DF y ahora llueve, así que la multitud se forra con nylon y brotan sombrillas como hongos, y el hormiguero humano que hay en Reforma comienza a desperezarse. La lluvia cesa pronto, pero Marcos no. Yo no lo conozco, es la primera vez que nos vemos, pero en su rostro hay gestos que revelan enseguida un ciclo existencial de fervor-escepticismo-testarudez.

Marcos es uno de los dirigentes del Movimiento de Liberación Nacional y gasta su vida en reuniones, organizando mítines y manifestaciones, apoyando, por ejemplo, a gente que decide acampar en una plaza pública para hacerse visible y audible, a los electricistas o a los maestros, a un par de cubanos que quieren ser testigos de la megamarcha de este jueves.

-Esperamos unas 150 o 200 mil personas, tal vez más… Ha venido gente de diferentes partes del país, pero la mayoría son de aquí, dice.

Nuestra conversación empieza a hacerse discontinua. Una y otra vez me alejo de la mujer y de Marcos para tomar fotografías. Ya estamos cerca del Monumento de la Revolución. Quizá intento escapar de la letanía monocorde de Marcos; quizá me hala el asombro. Aún la multitud no está aquí pero se ve allá adelante, y toda esa gente pretende manifestarse contra su gobierno, y lo hará en pocos minutos, avanzando por las principales calles de esta ciudad. Yo vine de Cuba hace algunos días y solo he visto estas cosas en TV. Es el asombro.

La mujer –ella lo conoce- me ha dicho que Marcos, obviamente, no es subcomandante ni guerrillero ni escribe proclamas hermosas, esperanzadoras, desde la selva, pero que es una buena persona y un tipo duro al fin y al cabo, aunque es muy majadero, por ejemplo, para comer, algo que me parece muy extraño en un mexicano. Marcos nos ha venido diciendo que la convocatoria es alentadora, pero que hay que aprovechar el impulso de Ayotzinapa para trascender el mero hecho. Algo similar ha dicho Juan Villoro en una reciente entrevista para SinEmbargo. Intuyen una oportunidad para la articulación porque México está indignado, dolido… O sea, México lindo y dolido… Marcos nos dice que ya la gente ha dado un pasito de avance y grita “Fuera Peña (Nieto, el Presidente)”, pero que esto no es suficiente, porque después qué. Le sugiero que el problema es estructural, sistémico, y él asiente y responde que es necesaria una estrategia de unidad y, sobre todo, que es necesario un líder. Nombro a Andrés Manuel López Obrador, el hombre de izquierdas más sonado en México en los últimos años, y Marcos me asegura que AMLO y su partido, Morena, han perdido fuelle entre las masas, que está muy disminuido.

–He leído en alguna parte que los mexicanos no creen en los políticos y que haría falta algo así como un gran frente cívico, una alternativa al tradicionalismo partidista, digo, pero Marcos no me escucha porque ya está hablando otra vez, en un susurro, de la importancia de identificar a un sustituto para Peña Nieto y nos da un nombre: Raúl Vera, obispo de Saltillo.

Esta es la apuesta de su organización y de otros movimientos aliados. La mujer y yo no conocemos a Vera (pero nosotros no compramos los diarios, y aún no hemos leído cierto artículo en Gatopardo), y por eso nos miramos descreídos. Que elijan a un fraile para estos menesteres no es cosa rara en México. Recuerdo inmediatamente al padre Hidalgo, y a Morelos. Y alguno más habrá por ahí, me digo. Pienso en el culto de los mexicanos a la figura paterna. Pienso en la hermosura brutal de la Catedral de México; pienso en el Palacio Nacional y en sus líneas conventuales; pienso en el gris que predomina en el Zócalo y que el Zócalo –rodeado por esas y otras edificaciones- parece un gigantesco patio interior de monasterio y que tal vez el Zócalo -amurallado pero abierto al cielo y alimentado por calles estrechas como gritos en la noche- sea una metáfora en piedra del alma mexicana.

Sostiene Marcos que la cosa no va del todo bien. Hay que dialogar. Todos los movimientos, todas las agrupaciones. Hay que llegar a acuerdos y trazar una estrategia común. En la mañana de este jueves -mientras yo fotografiaba a la mujer y a las bestezuelas del Bosque de Chapultepec y visitaba la Casa del Lago, donde Arreola hacía las veces de anfitrión para guiar a varias generaciones de escritores y artistas-, Marcos asistía a una reunión con dirigentes de numerosas colectividades. El resultado, más allá del entusiasmo y del ajuste de pormenores para la peregrinación de este 20 de noviembre, no fue muy esperanzador. Hay que aprovechar el vapor que genera la desaparición de los 43 normalistas, insiste.

A mí me da por pensar en zopilotes, pero cambio pronto el dial. La cosa es así. Los vivos, de una manera u otra, siempre caminan sobre los muertos.

Marcos también cree que los muchachos están muertos, como ya han dicho las autoridades y aseguró antes el padre Alejandro Solalinde. Ocurre que la historia oficial está mal contada. Así que los parientes de los normalistas y quienes se manifiestan hoy en el DF piden su regreso, vivos, tal como se los llevaron. Desde mi punto de vista piden una resurrección. Y tal vez sea eso, aunque no esté muy claro por ahora, lo que buscan: una resurrección para México.

–…Y si están vivos, estarán de un modo… que no les convendría mostrarlos. Ya no los van a devolver…, dice Marcos.

Lo dejo hablando con la mujer. Tomo fotografías mediocres que me permitan comprobar mañana que estuve en una manifestación contra el gobierno. El gobierno de México.

A mí y a la mujer nos entusiasma la idea de la marcha, pero yo sospecho que nos anima un sentimiento extranjero, acristalado. Se me ocurre que eso no tiene que ver solo con la circunstancia de que vengamos de otro país. Nos ataca una suerte de extrañamiento con respecto al acontecimiento en sí mismo. Protestar. Estas cosas no ocurren allá con demasiada frecuencia. No. Creo también que nos acalambra un poco la espontaneidad de los sucesos. Es parecido a lo que me ocurre cuando veo a la mujer preparar un jugo de naranjas o toronjas en la mañana, o cuando fríe papas y papas hasta el hartazgo. La espontaneidad con que en este país se compra, se pica, se exprime en una máquina eléctrica, se convierte en jugo, se bebe… una naranja. Imaginen: los mexicanos gastan varios limones en una sola comida. Estupefacción. Este es un país rico, donde la gente, sin embargo, también se mata con espontaneidad.

Ahora pasamos junto al Monumento de la Revolución. Desde hace meses hay bajo su sombra un campamento de maestros que protestan contra la reforma educativa. Marcos me explica, pero yo no lo escucho. Nos metemos en la multitud. Fotografío rostros y carteles. Fuera Peña. Que se vayan todos. Vivos se los llevaron, vivos los queremos. Todos somos Ayotzinapa.

Nos adelantamos al contingente y encontramos a un compañero de Marcos. Aquí, ahora, uno puede dejarse llevar por la costumbre y llamar compañero a cualquier mexicano. No señor. Él milita en un colectivo de inclinación católica y también hincha por el fraile Vera. Me dice en dos segundos que sabe que somos cubanos, que es un placer, que este país está muy mal, que hay mucha pobreza, mucha desigualdad, mucha corrupción, mucha violencia, pero que ellos –muchas agrupaciones- están uniéndose y están trabajando y que este pueblo es un pueblo de fe. Él cree que la gente se movilizará por un cambio importante para México y que la lucha es, al fin y al cabo, contra los mismos que han jodido al país durante 500 años. Yo asumo, sin querer, pose de cubano y experto en revoluciones y digo una vez más lo que todos saben, que tienen que articularse, que cada movimiento debería tener la suficiente buena voluntad como para traducir sus demandas, sus problemas específicos, y hacerse comprender por los demás. Mientras observo a la gente avanzando hacia nosotros, predico: el enemigo es común, es el mismo en todas partes; tienen que traducirse para los demás, tienen que complementarse… En mi fuero interno sé que estoy citándome a mí mismo en una de tantas discusiones íntimas con la mujer.

Le extiendo la mano al compañero de Marcos y voy a subirme a una plataforma en medio de la avenida. Cambio de lente y disparo sobre la multitud. Después bajo y vuelvo a disparar desde dentro del monstruo. La gente colabora. Muestra sus pancartas, sus rostros, su malestar. De algún modo esta también es una fiesta, una fiesta de muertos. Es un alarido, un disparo de charro al cielo. No tengo ni la más peregrina idea de cuántas balas quedarán en la canana de esta gente después de la megamarcha de este jueves. Asisto, sin duda, a uno de esos momentos de estallido sobre los que escribió Octavio Paz y que permiten al mexicano ser la mayor parte del tiempo ese hombre-mujer pródigo en fórmulas y en formalismos, reticente, cerrado, tan temeroso de que se lo chinguen.

La mujer y yo nos vamos con la muchedumbre. Comienza a oscurecer en el DF y Marcos se ha ido en dirección opuesta para ayudar en no sé qué tarea allá en el Ángel de la Independencia, donde se agrupa un segundo contingente.

Unas veces marchamos entre la gente y otras andamos por la acera, por detrás del cerco de curiosos, por entre los rubios extranjeros con sus camaritas de video y su aire alpino. Tomo fotos anárquicamente. A veces me detengo y fotografío a la mujer, y otras, a los monumentos acosados por la gente.

Gritan. Quieren a los normalistas vivos. Creo que el reclamo no es del todo inútil. Pero lo creo porque acabo de ver un grafiti en el muro de la Cancillería: “Seamos realistas, pidamos lo imposible. Che”. La gente pide un imposible y tal vez esto le sirva si de veras quiere hacer temblar al gobierno. Alguien eleva un cartel: “Failed State”. Algo parecido dice también a la entrada de la Cancillería. Allí se lee en español.

Las estatuas que hay frente a Bellas Artes parecen fundidas sobre las cabezas de los manifestantes. Se han perdido los pedestales entre los cuerpos. La multitud dobla porque la vía se cierra adelante. Después vuelve a girar, esta vez a la derecha. Creo que es la calle República de Cuba, pero no estoy seguro. No me detengo a buscar el nombre en las fachadas esquineras. Más tarde sabré que fue la 5 de mayo.

Ya no hay mucha luz, pero sigo disparando. La gente ahora corre unos metros y se detiene. Avanza espasmódicamente. Unas voces de mando, fulminante…, y corren con sus telas de consignas al frente.

Por fin, la mujer y yo nos apartamos y seguimos hasta el Zócalo por un boulevard paralelo. Las tiendas están abiertas y hay gente comprando. Una madre y su hijo piden caridad desde un rincón. Los escaparates están muy bien iluminados y muestran maniquíes que no se parecen en nada a los mexicanos.

Desembocamos en el Zócalo y ya han comenzado los discursos, pero al entrar en la explanada lo primero que escucho es a un predicador, Biblia en mano, que se desgañita contando la historia de Noé y el diluvio universal. Solo un par de mujeres lo escuchan. Acaso, como muchos en este país, no conocen el mar y les fascina la idea de la navegación en aguas abiertas.

La plaza está adornada con grandes imágenes luminiscentes de los héroes. Escuchamos a los padres de los normalistas. Intentamos burlar la interferencia que suponen los vendedores ambulantes de… chicle Trident y paquetes con 30 perlitas refrescantes para boca y garganta…, cinco pesos le vale, cinco pesos le cuesta… Los testimonios son el testimonio del dolor. Repiten que quieren a sus muchachos vivos y culpan al gobierno por tanto desmadre.

Otros también suben a la tribuna. Un hombre cuenta que es pescador de atún y que lleva 14 años, desde Vicente Fox, luchando contra gobiernos que solo benefician a un multimillonario español que sería como el rey del atún en México o algo así. El tipo canta un pésimo corrido de su inspiración, pero la gente aplaude con fervor porque hay allí mucha verdad y porque los mexicanos siempre se alegran cuando salta al ruedo algún mariachi que canta a lo macho.

Una señora toma el micrófono y se pone a compartir su nostalgia y su desdicha. Ella no es familia de los normalistas, pero también le llevaron (¿quién?) a su hijo. Ella habla y habla y no sé bien si llora ante nosotros. Dice que le advirtieron que no viniera porque le iban a “dar en la madre”. Asegura que no le importa, que nada le importa ya.

Desde Tlatelolco y desde el Ángel de la Independencia arriba más gente. El Zócalo se llena. Es noche de mitin. Nosotros nos vamos antes del final, buscando el Metro, pero las bocas del subterráneo están cerradas en las inmediaciones de El Zócalo.

La mujer es mucho más sensata que yo (debemos llegar a tiempo para un compromiso con amigos) y conoce mejor la ciudad (yo no la conozco nada). Nos metemos al fin como conejos, automáticos, en uno de esos amplios agujeros.

En algún momento posterior veo los telediarios y me entero de que algún grupo lanzó cócteles Molotov y que la policía encerró a varias decenas de personas, en su mayoría estudiantes. Nos comunicamos con Marcos y él nos asegura que se trata de una cortina de humo, que los violentos eran infiltrados, elementos de la policía o el ejército.

Por supuesto, el señor Presidente condena en televisión dichos actos y refrenda el derecho de todos sus compatriotas a manifestarse públicamente, en paz. Así está dicho en la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos (¿Y entonces todo estaba escrito, previsto, canalizado, por esta calle sí, por esta calle no…? ¿Y la espontaneidad?). Se trata de la revolucionaria carta magna de 1917. El mismo documento que, según nos dio a entender Marcos, se deshoja cada día en México y sirve para que los poderosos se limpien las manos después de comer, con mucho picante, el gigantesco y apetecible taco al pastor que es este país.

Fotos: Jesús Adonis Martínez

Progreso Semanal/ Weekly autoriza la reproducción total o parcial de los artículos de nuestros periodistas siempre y cuando se identifique la fuente y el autor.

This website uses cookies to improve your experience. We'll assume you're ok with this, but you can opt-out if you wish. Accept Read More