
Francisco y la nueva conquista del mundo
Cuentan algunos cardenales que resultaba angustioso ver entrar al cardenal Carlo María Martini en las sesiones del Cónclave posterior a la muerte de Juan Pablo II, en aquel lejano año 2005. El eminente teólogo jesuita y promotor por excelencia de un paradigma eclesial renovador, mostraba signos inequívocos de gran deterioro físico producto del Parkinson, enfermedad que poco tiempo después terminaría llevándoselo de este mundo. La figura temblorosa y físicamente decadente -bastón en mano- del que fuera arzobispo de Milán era, aparentemente, una metáfora viva de las posibilidades reales que tenía esa eclesiología de guiar los destinos del catolicismo, a todas luces necesitado de repensarse colegiadamente a la luz del Evangelio y de la inspiración del Espíritu. Recuerdo, días después de la elección del Santo Padre Benedicto XVI, haber leído en el periódico italiano La Stampa las supuestas notas del diario de un cardenal que había participado del Cónclave sixtino. La primera votación: Carlo María Martini: 5 votos. Luego, el colegio cardenalicio se debatiría entre Jorge Mario Bergoglio y Joseph Ratzinger.
Emanaba así la figura del cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio como un focus digno de seguir y tener en cuenta. La presidencia de la comisión encargada de redactar el Documento Final de Aparecida (material de hondura teológica y de gran claridad sobre la misión de la Iglesia en el continente latinoamericano), terminó por consagrarlo como una figura clave para el futuro de la Iglesia. Su radical humildad durante los años que pastoreó la arquidiócesis de Buenos Aires dibujó un perfil de “pastor de las periferias”. Bergoglio era, sin que lo supiéramos, el heredero de su gran amigo el cardenal Martini, ambos miembros de la Legión de Loyola.
Las proyecciones del papa Francisco –el Obispo de Roma, a secas, como le gusta llamarse a sí mismo- se han sucedido con un extraordinario dinamismo, que han puesto en entredicho la densidad del “tiempo de la Iglesia”. Es posible intuir potenciales cambios cualitativos a partir de sus proyecciones públicas, antes y después de ser electo Papa. Existen textos memorables para ello, resalto los más importantes a mi juicio: sus palabras a los cardenales en las Congregaciones Generales que tuvieron lugar antes del inicio del Cónclave -entregadas del puño y letra del padre Bergoglio al cardenal Jaime Ortega, y hechas públicas posteriormente con la anuencia del Santo Padre; su discurso a los miembros del servicio diplomático de la Santa Sede en la Sala Clementina; la larga entrevista concedida al padre Antonio Spadaro, director de la Civiltà Cattolica, la emblemática revista de los jesuitas romanos; la correspondencia cruzada con Eugenio Scalfari, fundador de La Repubblica, principal periódico laico italiano y, finalmente, la entrevista concedida por el Papa al mismo Scalfari y publicada recientemente por el importante medio de prensa italiano.
Llaman la atención sus proyecciones sobre el estado actual de la Iglesia. Se ha tratado de diagnósticos críticos y casi demoledores, a todas luces encaminados a allanar el camino a una reforma profunda. Desafíos vinculados a reformar la Curia vaticana (proyecto iniciado por Pablo VI y postergado tras su muerte); a hacer más transparente la banca vaticana; a promover una “nueva teología sobre la mujer”; a iniciar diálogos discretos, pero efectivos, con los teólogos de la liberación para saldar la fractura histórica con esta corriente de pensamiento y acción en el seno del catolicismo; a mantener la unidad de la Iglesia en medio de su rica diversidad; y a promover una manera renovada de interacción de la Iglesia con el mundo.
En un fragmento de la carta que Scalfari le dirigiera al Santo Padre, el 7 de agosto pasado, aparece una síntesis del proyecto de Iglesia que parece estarse dibujando. Dice el director de La Repubblica: “Su misión contiene dos novedades escandalosas: la Iglesia pobre de Francisco, la Iglesia horizontal de Martini. Y una tercera: un Dios que no juzga, sino que perdona. No hay condena, no hay infierno”. Resulta impresionante la manera como ha logrado movilizar a las fuerzas adormecidas en el seno del catolicismo, y las inmensas expectativas que ha generado fuera de las fronteras eclesiales.
No quiere Francisco una Iglesia “moralista”, que centre su vida en imponer una visión del hombre y del mundo desde la frialdad de las posiciones de poder, sino una Iglesia “en camino”, que “sale al encuentro de la gente” para acompañarla y servirla en su andar por el mundo. Una Iglesia que sea “un hospital de campaña detrás de la batalla”, presta a dignificar y santificar al género humano con la radicalidad que clama el Evangelio: en todo amar y servir, como reza el lema centenario de la Compañía de Jesús. Y es aquí, en la relación de la Iglesia con el mundo moderno donde, a mi juicio, podría operarse el giro más dramático y hermoso de este Pontificado: hacer vida una praxis eclesial que nace de la convicción de que la Iglesia (que custodia la Verdad de la Encarnación) no la impone a “los otros”, sino que sale a proponerla mediante la entrega radical por “esos otros”.
En su coloquio con Scalfari el Papa Francisco ha sido drástico en resaltar la libertad de conciencia de los seres humanos, abriendo las puertas para un diálogo efectivo de la Iglesia con el mundo. “Cada uno de nosotros tiene su propia visión del bien y del mal, y debe elegir seguir el bien y combatir el mal como él mismo conciba. Bastaría esto para cambiar el mundo”, ha dicho el Papa. Se trata de una apertura radical, que sin desvirtuar el magisterio milenario de la Iglesia, rescata una visión profunda entre la conciencia y su autonomía, y coloca a la Barca de Pedro, con nuevos bríos, en la gran tradición del Concilio Vaticano II.
Tiene Francisco el desafío de promover al episcopado a obispos que, habiendo sufrido el dolor de las periferias materiales y existenciales, estén dispuestos a dar la vida por los hermanos. Recemos porque tenga éxito en su misión.
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